DEMOCRACIA Y PRESIDENCIALISMO DE EXCEPCIÓN EN COLOMBIA, 1999-2010
Miguel A. Herrera Zgaib
CAPITULO VII
La mutación del hiperpresidencialismo
“La realidad no nos cuenta cuáles
instituciones son esenciales y cuáles son contingentes en relación a un
concepto normativo como el de democracia y, de este modo, no estamos en
condiciones de determinar qué contingencias podemos manipular con el fin de
preservar lo que es esencial a tal concepto.” Carlos Santiago Nino (1992), El hiperpresidencialismo argentino y las
concepciones de la democracia, p. 21.
“Corresponde al
Congreso hacer las leyes, por medio de ellas ejerce las siguientes
atribuciones: “Revestir pro-témpore al Presidente de la República de precisas
facultades extraordinarias, cuando la necesidad lo exija o las conveniencias
públicas lo aconsejen (76.10).
“…mediante tal declaración quedará el presidente investido de
las facultades que le confieren las leyes y, en su defecto, de las que le da el
derecho de gentes para defender los derechos de la Nación o reprimir el
alzamiento. Las medidas extraordinarias o decretos de carácter provisional
legislativo que dentro de dichos límites, dicte el presidente, serán
obligatorios siempre que lleven la firma de todos los ministros.” (Constitución
Política de Colombia, 1886).
La
excepcionalidad como regla es manifiesta en la tensión creada dentro del marco
instituido por la forma democrático burguesa con la cual el bloque en el poder
pretendió conjurar y, en lo posible, resolver
una crisis de hegemonía de larga duración, una vez que no encuentra una
solución política en el arreglo constitucional de 1991.
Así las cosas, el diseño institucional que resultó de la Constitución de 1991 cada vez tomó la
forma de un régimen neopresidencial, una especie de hiper-presidencialismo de la representación,[1] oculto bajo la promesa
incumplida al pueblo soberano de investirlo de poderes efectivos de
participación.[2]
Este hiper-presidencialismo que cubrió los años 1991- 1999 se
caracteriza, porque “no asegura que el consenso que resulta del debate público
se refleje permanentemente en la formación y ejercicio del gobierno.”[3] Este régimen implica,
decía Carlos Santiago Nino, en el contexto argentino, “un considerable apartamiento
de las condiciones que otorgan valor epistémico a las operaciones del gobierno
democrático”.[4]
Tal conclusión la hago extensiva a la situación colombiana
para comprender la dinámica posconstitucional
que encuentra un límite en la crisis económica y política del año 1999,
sin que esta se resuelva tampoco del modo como se hizo en aquella república
suramericana.
Sin embargo, durante aquel periodo, Colombia, su bloque en el
poder ensayó una articulación entre la promesa de democracia liberal bajo la
impronta de un régimen hiper-presidencial. Este régimen resultaba de la
presencia de una tercera fuerza, distinta al bipartidismo tradicional, la
Alianza Democrática-M19. De otra parte, el Estado social de derecho era
portador de la promesa de garantizar los derechos individuales de la
población colombiana, sin exclusiones.
Hacer efectivo tal pacto político, que no tocaba los factores
reales de poder, exigía el ejercicio de las libertades políticas y civiles en
el ámbito de la sociedad civil urbana, la rural era otra cosa, donde las
fuerzas insurgentes ejercían su influencia política militar con un arraigo de
un cuarto de siglo.
La eficacia de los derechos y libertades la garantizaba la
existencia de un bloque de constitucionalidad mediante el dispositivo, eso sí
limitado de la tutela, o amparo, cuyo ejercicio había quedado limitado a la
acción de defensa individual, aunque hubo al inicio de la nueva Constitución el
intento de extenderla a acciones colectivas. Tal y como lo propuso el
magistrado de la Corte Constitucional, Ciro Angarita, en algunas de sus
providencias.
A la vez los delegados
elegidos propusieron y establecieron, en paralelo, un entramado institucional
neo-presidencial para regir la sociedad política, al tiempo que establecer
salvaguardas al potencial ejercicio constituyente de la ciudadanía. Así quedó
consagrado el monopolio de la decisión política en cabeza del presidente.
El poder ejecutivo continuaba siendo la clave de bóveda del
conjunto del sistema de gobierno recién sancionado, que comprendía como en las
democracias liberales clásicas la existencia de las ramas del poder público,
para obrar de cierto modo como su complemento, pero casi nunca en términos de
“pesos y contrapesos”, tal y como lo
reclama en la práctica la teoría liberal clásica del presidencialismo estadounidense.
La nueva propuesta política de arreglo superestructural es
compleja, comparada con el modelo de dominación legal que existió bajo los
parámetros de la Constitución de 1886. Lo es en Colombia en el sentido de que
abarca tanto a la sociedad política como a la sociedad civil, articuladas bajo la forma del Estado social de derecho. [5]
Atrás quedó atrás la
forma anterior del Estado gendarme-vigilante
nocturno, según la expresión de
Ferdinand Lasalle, que era la propia de la centenaria Constitución de 1886,
derogada en todo y sus reformas por la nueva Constitución de 1991. Tal y como
lo estableció su artículo 380.
Sin embargo, mientras estuvo vigente, la Constitución de
1886, y sus reformas, tenía los poderes de intervención ordinaria y excepcional,
cuya práctica, en lugar de atenuarse se extremó cuando se puso término
institucional a la Violencia, - cuyos brotes iniciales arrancan de la coyuntura
de 1946 -, mediante el plebiscito de 1957.
El uso de estos poderes instituidos de intervención excepcional
discrecional al generalizarse definieron
el rumbo político-constitucional del régimen presidencial pos-plebiscitario,
sujeto al dispositivo autoritario, cuasi permanente, del “estado de sitio”. Hasta
el punto de que los especialistas denominaron al orden pactado por dieciséis
años, al régimen del Frente Nacional como “La República de las armas”[6]. A su turno, las organizaciones políticas socialistas que
lo resistían y enjuiciaban, lo definieron como una “dictadura civil”.
En todo caso, en Colombia se impuso inicialmente mediante los
acuerdos pactados en Sitges y Benidorm, entre los expresidentes Alberto Lleras
y Laureano Gómez, un régimen de coalición entre las elites liberales y
conservadores, so pretexto de preservar los altos designios de la paz.[7] Es lo que sostuvo con
detalles relevantes el politólogo estadounidense Jonathan Hartlyn, aunque
afectado por la influencia teórica de su maestro Arend Lijphart. Es un trabajo
realizado con relativa distancia objetiva y disposición comprensiva con
respecto al periodo de la Violencia, de aguda crisis orgánica, y la fórmula bipartidista que la conjuró
parcialmente con el pacto del Frente Nacional.
Los antecedentes de una larga transición
Los antecedentes de una larga transición
El antecedente fáctico de esta transición de la guerra a la
paz fue la dantesca contabilidad de 300.000 muertos, campesinos y pobres
urbanos, liberales y conservadores en su gran mayoría. Esta vorágine hasta hoy
permite calificar a la Violencia como de evidente raíz bipartidista. Los
cálculos de víctimas de esta guerra civil no declarada corresponden desde la
primera mitad de los años 40 hasta el año 1961.
Tal fue el balance registrado en el libro La violencia en Colombia, con la triple
autoría del sacerdote Germán Guzmán, el sociólogo Orlando Fals Borda, y el
jurista Eduardo Umaña Luna. Al publicarse por primera vez, la denuncia que
contenía se tradujo en que fue prohibida su libre difusión por el segundo
gobernante del Frente nacional, el
conservador Guillermo León Valencia, el mismo año de 1962.
Después de 1974 ocurrió con altibajos el desmonte del Frente
nacional, que estuvo sujeto también a las críticas de la oposición
liberal-conservadora, y en particular, las que elaboró el dirigente liberal del
MRL, Alfonso López Michelsen, quien vivió el tiempo de la Violencia en el
exilio mexicano, junto a su padre, el expresidente López, destacado
protagonista del reformismo durante el periodo de la República liberal.
El experimento “pacificador” del Frente Nacional, la reforma
plebiscitaria de la Constitución de 1886, fue concebido dentro de los lindes
del orden constitucional regenerador de 1886.[8] Más aún, cerró casi todas
las puertas para su reforma, haciendo de la Constitución colombiana una norma
de normas rígida, pétrea.
Esta cerrazón constitucional de la política logró superarse
en parte con la Constitución de 1991, que requirió, con todo, de una
legislación habilitada por decreto del presidente liberal Virgilio Barco Vargas,
quien intentó primero aclimatar una débil práctica de la oposición entre
conservadores y liberales. El interés era desmontar la prolongación del Frente
nacional, conducir con éxito negociaciones de paz con las guerrillas
colombianas interesadas, y combatir la oleada terrorista del narcotráfico que
respondía a la extradición.
La Constitución de 1991, en cambio, reconoció a la oposición política tout court, por fuera de los límites impuestos por el bipartidismo
plebiscitariamente. Ahora no solo se avanzó en el desarrollo y garantía del principio fundamental de la igualdad política
y civil, a través de los derechos y libertades individuales, amparados por el
Bloque de constitucionalidad, sino que, por sobre todo, introdujo como novedad
política el Título IV. De la
participación democrática y de los partidos políticos, cuyo capítulo III se
llama Del Estatuto de la Oposición.
Sin embargo, hasta el día de hoy el Estatuto de la oposición espera ser reglamentado, así como otras partes del Título IV, que tienen que ver con formas de participación colectiva dispuestas en el último parágrafo del artículo 103. Las reglamentaciones de las otras formas de participación son tan exigentes que hacen casi imposible que su práctica, cuando la realiza la ciudadanía prospere.
La Constitución de 1991 señaló para el Estado la tarea progresiva de conseguir la igualdad social. Ella supone, ni más ni menos que disolver la estructura de privilegios ancestrales que hacen impracticable tal igualdad, y señalan a Colombia hasta hoy como uno de los países más desiguales del mundo.
Contra estos privilegios se lucha desde la derrota comunera de 1781, que por la vía del levantamiento armado puso en cuestión al orden colonial español alcabalero y extractivo.[9] Este propósito constitucional, a hoy se encuentra sujeto, y bloqueado en buena parte el denominado criterio de “sostenibilidad fiscal” que torna irrisorios los avances que se obtengan en tal sentido, y que vayan más allá de los derechos humanos tutelados individualmente.
Desde la perspectiva más puntual, el examen de la transformación del presidencialismo colombiano, la entronización del hiper-presidencialismo, obedece a la tensión que partía de la prolongación de la crisis orgánica del orden político pos-plebiscitario. Esta crisis adquirió un carácter dramático al enfrentar dos gobiernos sucesivos, los de Belisario Betancur y Virgilio Barco, sin eficacia, la amenaza terrorista de los “capos del narcotráfico”.
Entonces lideraba el terrorismo contra el Estado el cartel de Medellín, a cuya cabeza se encontraba Pablo Escobar Gaviria, quien consiguió incluso su inclusión como suplente a la Cámara de representantes con la principalía de Jairo Ortega. Él sufrió la afrenta de ser expulsado del Nuevo Liberalismo por su dirigente principal, Luis Carlos Galán Sarmiento, quien denunció su carácter delincuencial. Él y su compañero político, Rodrigo Lara Bonilla, perdieron la vida en el intento. Este último siendo el ministro de justicia del gobierno de Belisario Betancur.
El Estado gendarme vivía bajo estas circunstancias una recurrente crisis de legitimidad, que ahora experimentaba el desafío del monopolio de la fuerza, no solo en las acciones subversivas rurales, sino los ataques terroristas del narcotráfico en las grandes ciudades, y en la propia capital de la República, contra las instituciones oficiales, y contra centros comerciales y espacios de la vida civil. Esta crisis de legitimidad empezaba a cuestionar, igualmente, la relación gobernantes/ gobernados empezaba a afectarse seriamente, agrietando el edificio de la dominación y la precaria hegemonía que se ejercía sobre la sociedad civil, con el acompañamiento de la institucionalidad eclesiástica, y las formas clientelares del bipartidismo.
Las formas de expresión política subalterna, la dinámica política de la izquierda legal e ilegal, empezaba a contemplar formas de articulación de la lucha urbana y rural, y lo hacía manifiesto en público. Aprovechaba el avance de los procesos de negociación de la paz, en primer lugar, con las Farc-ep, que dieron existencia a la Unión Patriótica, primero.
Luego al romperse la negociación de paz con las Farc-ep, en Tlaxcala, y el genocidio contra la Unión Patriótica, hubo un intento de frente político, animado también por la otra más importante organización insurgente, el Eln-Comandos Camilistas, que animaba el proyecto político-militar A Luchar. Hasta el punto de llegar a plantearse, para finales de la década de los años 80 la posibilidad de construcción una Coordinadora Nacional Guerrillera, incluyendo a otras fuerzas guerrilleras, un proyecto de alianza estratégica subalterna que se frustró a la postre.
Antesala del proceso Constituyente
La coyuntura de combate contra el narcotráfico y la subversión, reabrió la propuesta de negociar la paz, con organizaciones guerrilleras diferentes a las Farc y el Eln. El proyecto de reforma constitucional, y para nada un ejercicio constituyente inicial, era la alternativa del bloque de poder, después de la masacre del Palacio de Justicia, de lo cual asumió total responsabilidad el presidente en funciones, Belisario Betancur.
Su sucesor, Virgilio Barco, quiso darle curso a un elenco de reformas frustradas, y a un proceso de modernización capitalista que requería también ajustes, arreglos institucionales en lo político y en lo económico. Se buscaba aclimatar un nuevo acuerdo nacional, porque el Frente Nacional agonizaba. La convocatoria a la reforma por vía ejecutiva fue objeto de control constitucional por la Corte Suprema de Justicia, transformándola en un potencial ejercicio constituyente, sin precedentes, porque implicó echar para atrás los cerrojos impuestos por el Plebiscito de 1957, en materia de reformas a la Constitución.
Ante tales realidades político constitucionales, el bipartidismo con la dirección de un presidente liberal, y las fuerzas de oposición a éste, unidas en una alianza democrático electoral, que juntaba a movimientos cívicos, regionales, organizaciones sociales de diversa procedencia, y al M19, en proceso de negociar la paz, dieron lugar a un impensado pluralismo político. Fue el resultado forzado en parte por el secuestro del eterno presidenciable conservador, Álvaro Gómez Hurtado.
Entonces dos bloques políticos y sociales se dispusieron a librar una lucha en materia electoral, primero, para conseguir la mayoría de delegados a la Asamblea Constituyente, que tendría a 70 elegidos, más 4 incorporados con voz pero sin voto, en la elección de 9 de diciembre de 1990. Uno de los constituyentes, Augusto Ramírez Ocampo, resumía así el proceso constituyente vivido con inocultable asombro:
“Resulta casi increíble entender que la tarea hubiera podido
cumplirse en 150 días de deliberaciones, donde se presentaron 157 proyectos, de
los cuales 10 integrales, antecedidas por 5000 mesas de trabajo a todo lo largo
y ancho de Colombia, sistematizadas gracias a los primeros pasos de la
computación.”[10]
En lo fundamental se trataba de superar la crisis de legitimidad y representación que aquejaba al bloque dominante, cuando se ponía en cuestión su permanencia como dirigencia de las superestructuras complejas, la sociedad política, primero que todo; y la sociedad civil, que, sin embargo, no estaba afectada aún por una crisis económica parangonable.
De otra parte, la Alianza democrática-M19 resultó la segunda fuerza más votada, después del Partido liberal, que puso en práctica con éxito electoral la “operación avispa”. Las representaciones obtenidas, en efecto, solo abarcaron a 14 departamentos más Bogotá; las mujeres solo obtuvieron cuatro lugares; el único afro-colombiano elegido fue el entrenador de fútbol, Francisco Maturana; y hubo cinco líderes sindicales elegidos a través de diferentes fuerzas políticas. Es el inventario que hace Augusto Ramírez Ocampo, en el prólogo “De la ilusión a la realidad”, al libro De la expectativa al desconcierto (2008).
El bloque dominante con la dirección bifronte de Horacio Serpa y Alfonso López, de una parte, y de otra, los conservadores Álvaro Gómez y Misael Pastrana proponían cooptar la democracia que los de abajo reclamaban por vías legales y de hecho. Desmontar y dividir la dirección de los grupos y clases subalternos, partícipes en la asamblea constituyente era la consigna. Estos, los subalternos, por demás, constituían una heterogénea tercería, independiente de liberales y conservadores,[11]en procura de la autonomía política.
El presidente electo César Gaviria y su ministro de defensa, el mismo día que se elegían los delegados a la Asamblea, intentaron sin éxito reprimir ejemplarmente a la disidencia armada de las Farc-ep. El secretariado fue bombardeado en su principal campamento en la Uribe (Meta). Con el Eln y el Epl (su disidencia) no se intentó en lo inmediato una fórmula similar; se congelaron las conversaciones que volvieron a estimularse con Ernesto Samper y su ministro de gobierno, Horacio Serpa Uribe. Hasta llegar al Acuerdo de Puerta del Cielo, de Maguncia (Alemania), de 15 de julio de 1998.
Los arreglos con esta fuerza plural de oposición, la AD-M19 de orígenes legales y de oposición armada “amnistiada”, pasaron de asamblea constitucional con hoja de ruta preestablecida a ser una asamblea constituyente con plenos poderes para sus delegados electos. La decisión provino de la Corte Suprema de Justicia.
Ellos estuvieron de sopetón ante el ejercicio de la excepcionalidad investidos como estaban de poderes constituyentes, y su primer acto fue suprimir la representación congresional recién electa, y prohibirse ser integrantes del nuevo congreso por elegir. Esto es, protagonizaron un ejercicio de poder constituyente al revés, concentrando todos los poderes en la asamblea, y olvidándose del refrendo ciudadano de lo que luego legislaron.
El acto de suprimir en tanto poder constituyente en ejercicio, una cadena de privilegios premodernos, experimentó el parto de los montes, “en lugar de la montaña jacobina”. En particular, quedaron pendientes de solución la cuestión agraria, sometida al poder terrateniente legal y mafioso; la inclusión social de las minorías avanzó, y con ella el esfuerzo por establecer una igualdad política. Pero tornar ésta efectiva, en el sentido que quedó enunciada en el artículo 40,[12] implicaba ni más ni menos que hacer “una revolución por decreto”.
Realizar estos propósitos conducía a romper la forma de la dominación en el campo y en la ciudad, cambiar la forma de acumulación propia de capitalismo político, para optar por una forma mercado-céntrica. La pretensión era quebrarle el espinazo al interior del bloque histórico a una clase parasitaria, los nuevos y viejos terratenientes, que siguen siendo clave de bóveda del capitalismo político bajo la modalidad del “estado de compromiso”, ya estudiado por Marcelo Cavarozzi para Argentina y extensivo a América Latina; así como por Edgar Reveiz para Colombia entre los años ochenta y la encrucijada de los años noventa. Partiendo de ciertas intuiciones anteriores, con dos aportes notorios, los trabajos de Fernando Guillén Martínez,[13] y los hechos por Alfredo Vásquez Carrizosa.[14]
Ambos intelectuales, sociólogo de la política y jurista e historiador constitucional, estudiaron el poder político, y presidencial en Colombia, en la década de los setenta, intentado una primera genealogía. De otra parte, están los aportes críticos hechos por Estanislao Zuleta al entendimiento de la democracia en nuestras condiciones, como resultado de su tarea como consejero en el proceso de paz que animó la presidencia de Belisario Betancur; y los trabajos del filósofo Rubén Jaramillo, que ha historiado lo que él llama la modernidad postergada de Colombia.[15]
El punto de partida para esta reflexión sobre la relación entre democracia liberal y excepcionalidad en el tiempo de la posmodernidad se vale de las contribuciones de Michel Foucault, estudioso del Estado de gobierno, que se define por “la masa de la población, su volumen, su densidad y ciertamente su territorio sobre el que la población se asienta… y utiliza como instrumento el saber económico, corresponde a una sociedad controlada por los dispositivos de seguridad”, lo caracteriza la gubernamentalidad para la defensa de la sociedad.[16]
Igualmente me valgo de los aportes de Carl Schmitt y Giorgio Agamben, lector agudo de Foucault, a propósito de la excepcionalidad, que es el otro extremo de la gubernamentalidad para responder a la revolución, a la quiebra intempestiva del bloque histórico dominante por los grupos y clases subalternas, o prevenir los ejercicios contra-hegemónicos en la disputa por la democracia en un tiempo de guerra civil planetaria.
Ellos me sirven en la explicación el tránsito en cierto modo fallido en Colombia de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control, en la pretensión de consolidar una democracia liberal a través de la reforma a las instituciones de la constitución de 1886, sin tocar el régimen de la propiedad privada, la vértebra de ambas constituciones, la de 1886 y la de 1991. Apostándole en cambio a avanzar en procura de la igualdad política, con la exclusión explícita de los reformistas armados, esto es, las guerrillas y las bandas dedicadas narco-tráfico y los cultivos ilícitos.
[1] La expresión hiper-presidencialismo fue utilizada por Carlos Santiago Nino, un
destacado constitucionalista argentino, en un ensayo titulado El hiperpresidencialismo argentino y las
concepciones de la democracia (1992), incluido en el libro colectivo El
presidencialismo puesto a prueba. Centro de Estudios Constitucionales.
Madrid.
[2] El artículo 3 de la Constitución establece:
“La soberanía reside exclusivamente en el pueblo, del cual emana el
poder público. El pueblo la ejerce en forma directa o por medio de sus
representantes, en los términos que la Constitución establece”. ¿Cuándo la
ejerce en forma directa? En una sola op ortunidad, en las elecciones periódicas
de autoridades, de gobernantes. En todos los demás casos está mediados por los
demás poderes que son, en verdad, constituidos no constituyentes.
[3] NINO, Carlos Santiago, op. cit, p. 55.
[4] NINO, Carlos Santiago, op. cit, íbídem.
[5] La nueva constitución de
1991, establece en su artículo 1º. Colombia es un Estado social de derecho
organizado en forma de República
unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales,
democrática, participativa y pluralista, fundada en el respeto de la dignidad
humana, en el trabajo y la solidaridad de las personas que la integra y en la
prevalencia del interés general.
[6] Tal es el nombre que
Gustavo Gallón, un constitucionalista colombiano, le dio al periodo de la
alternación política bipartidista que debía concluir en 1974, con la
presidencia del conservador Misael Pastrana Borrero. Es el título de su libro
“La República de las armas: relaciones entre fuerzas armadas y estado en Colombia,
1960-1980. Cinep. Bogotá, 1983.
[7] Régimen de coalición es el
nombre que le dio en su trabajo publicado en los años 90, el politólogo estadounidense
Jonathan Hartlyn. El aventajado discípulo de Arend Lijphart, connotado
politólogo holandés estudioso del consociacionismo de las sociedades divididas
y las democracias occidentales, tituló su libro “La política del régimen de
coalición: la experiencia del Frente Nacional en Colombia”. Tercer Mundo/CEI.
Bogotá, 1993.
[8][8] El constitucionalista y
expresidente Alfonso López Michelsen, había dicho acerca del carácter de la Constitución de 1886, lo
siguiente: “El rasgo característico, o quizá, la parte más cuestionable de
nuestras instituciones y de la propia constitución de 1886, es el número de
atribuciones que disfruta el presidente de la
República y la forma como todas las instituciones convergen para que,
como lo dijera en alguna ocasión Caro, se constituyera una monarquía
desgraciadamente no hereditaria”, en: “El presidencialismo excesivo”. Revista Lecturas dominicales. Intermedio
editores S.A. Bogotá, 1986, ps. 3-7.
[9] Al hablar de extractivo
incorporamos la noción de instituciones extractivas e inclusivas, económicas y
políticas, que elaboran y aplican los investigadores Daron Acemoglu y James A.
Robinson. Las instituciones extractivas son aquellas que hacen posible la
depredación, la extorsión de la riqueza social, y nugatoria la democracia
política. Consultar al respecto, Por qué
fracasan los países. Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza (2013).
Tercera reimpresión. Deusto. Grupo Planeta. Editorial Printer, Bogotá.
Igualmente, un libro anterior es una buena referencia conceptual, Economic Origins of Dictatorship and
Democracy (2006) . Cambridge University Press. New York.
[10]
ZULUAGA GIL, Ricardo (2008). De la
expectativa al desconcierto. El proceso constituyente de 1991 visto por sus
protagonistas. Pontificia Universidad Javeriana. Sede de Cali, pp: 8-9.
[11] Me refiero a la Alianza Democrática- M19, que obtuvo
la segunda mayor votación superando al partido Conservador, uno de los dos
partidos históricos de Colombia.
[12] El artículo 40 de la Constitución nacional dice: “Todo
ciudadano tiene derecho a participar en la conformación, ejercicio y control
del poder político. Para hacer efectivo
este derecho..siguen siete numerales, y remata con la siguiente
declaración “Las autoridades garantizarán la adecuada y efectiva participación
de la mujer en los niveles decisorios de la Administración Pública”. Y éste un
proveído, y no el único que sigue siendo objeto de enconadas disputas, y
notorios incumplimientos.
[13] GUILLÉN MARTÍNEZ, Fernando (1996). El poder político
en Colombia. Planeta. Bogotá.
[14] VASQUEZ CARRIZOSA, Alfredo (1978). El poder
presidencial en Colombia. Dobry Editores. Bogotá.
[15] JARAMILLO VELEZ, Rubén (1998). Colombia: la modernidad postergada. Argumentos. 2ª edición. Bogotá
[16] FOUCAULT, Michel (1981). La gubernamentalidad, en: Espacios de Poder. La Piqueta. Madrid
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