GRUPO PRESIDENCIALISMO Y PARTICIPACIÓN, 6-9-28 DE OCTUBRE DE 2014
UNIVERSIDAD NACIONAL, COLOMBIA- UNIVERSIDAD CENTRAL, ECUADOR.
AUDITORIO CAMILO TORRES- FACULTAD DE DERECHO Y CIENCIA POLÍTICA, SEDE BOGOTÁ
Ponencia al III Congreso Nacional de Ciencia Política
Septiembre 23-26 Cali-Popayán
DE GRAMSCI A RANCIÈRE
LA
POLÍTICA ENTRE HEGEMONÍA Y DESACUERDO
Yolanda Rodríguez
Rincón[1]
Jacques
Rancière y Antonio Gramsci son dos autores que permiten conectar un pensar
sobre las condiciones actuales de la sociedad capitalista, para despertar una
política popular desde abajo. Ellos, situados en momentos políticos
concretos, producen movimientos teóricos; es decir, aportan un sentido de la
práctica teórica que toma forma en las luchas por la transformación social,
política y cultural, luchas concretas atadas al contexto de su articulación
nacional y global. De tal manera, que la vigencia del pensamiento está
vinculada al acierto con que es capaz de esclarecer el mundo, desde su tiempo,
y desde ahí asomarse al futuro-presente que es el verdadero desentrañamiento.
Ante
unas condiciones globales que desde el capital persisten en la tradición
política de la representación, la cual durante el último largo siglo se ha
manifestado a veces más, a veces menos totalitaria, se hace necesario repensar
la-s posibilidad-es de quiebre de tal globalidad, porque ella en su dinámica
propia se ‘alimenta de la imagen de los antecesores esclavizados’ y, sin
embargo, no logra ser hegemónica, a lo sumo procesa legitimar su dominio.
La-s
posibilidad-es de quiebre están dadas por la política que, precisamente, no es
la de la representación, y ahí están aquellos dos autores con quienes daremos
cuenta de ello. Entre la hegemonía y el desacuerdo la política es comprendida
como el ‘ideal de los descendientes liberados’, y da sentido a lo que para
Colombia, en el contexto que nos asiste del proceso de negociación en la
Habana, hemos denominado constituyente subalterna y paz democrática[2].
En
este orden de ideas el presente escrito, en lo fundamental, aborda en
perspectiva los planteamientos de cada uno de estos autores. Es decir, que dan
luz al entendimiento de la política, en últimas, como participación, y su
disputa con la representación que cada vez más hace crisis cuando, por ejemplo,
en la Colombia contemporánea sólo sigue siendo posible gracias a los factores
de poder para-político y narcotraficante, tal como lo sintetizó al respecto el
debate en el Congreso el día 17 de septiembre de 2014, y de cuyas realidades
están registrados los seis millones de víctimas desde 1984 al decir de la
Unidad de Víctimas, pero, también, al decir de lo histórico real de los cuerpos
insepultos ya desde Gaitán.
La
política como desacuerdo
El
concepto desacuerdo con el que ha de
entenderse no desconocimiento, ni malentendido[3], refiere Rancière la
política: la situación de habla en la que “uno de los interlocutores entiende y
a la vez no entiende lo que dice el otro” (1996: 9). Una situación en la que
dos interlocutores hacen referencia a un mismo término, pero no lo entienden
con el mismo significado a causa de que no hay acuerdo en lo que quiere decir
hablar, ni sobre quiénes están en condiciones y tienen derecho a hablar. Pero,
no es un desacuerdo puramente lingüístico; se refiere en general a la situación
misma de quienes hablan; los interlocutores del desacuerdo hablan desde
racionalidades distintas, comparten y no comparten un mismo logos[4].
El
desacuerdo se ocupa sobre algo particular (qué bienes pertenecen o no a ciertos
sectores, si tal o cual grupo tiene o no derecho a desarrollar ciertas obras,
tales recursos son comunes o son privados, etc.), pero tiene que ver con la universalidad[5]. Hay desacuerdo respecto a
qué es lo común, quiénes constituyen la sociedad, cuál es la lógica que
posibilita la comprensión del mundo común, cuál es el lenguaje que permite la
comunicación, la acción y la evaluación de los sujetos sociales y cómo se
determinan los derechos de cada quien. En la situación de desacuerdo se pone en
litigio tanto el objeto de la discusión como la calidad de quienes están en condiciones
de litigar.
De
tal manera la política se entiende como: “… la actividad que tiene por
principio la igualdad, y el principio de la igualdad se transforma en
distribución de las partes de la comunidad en el modo de un aprieto: ¿de qué
cosas hay y no hay igualdad entre cuáles y cuáles? ¿Qué son esas qué? ¿Quiénes
son cuáles? ¿Cómo es que la igualdad consiste en igualdad y desigualdad? Tal es
el aprieto propio de la política por el cual ésta se convierte en un aprieto
propio para la filosofía, un objeto de la filosofía” (1996: 8).
En
este sentido, la política refiere la existencia de un lugar de conflicto, un
escenario en donde existe una parte de los que no tienen parte y que intentan
manifestar esa distorsión. Las partes no son preexistentes al conflicto que
nombran, sino que el escenario de conflicto es donde se hacen contar las partes
como tales; es ahí donde se produce la disputa sobre la posesión de la palabra
o la falta de ella, la constitución de los individuos como partes de la
comunidad, donde los sin parte interrumpen o retan la dominación de los más
ricos empoderados por aquello que los hace iguales.
Frente
a esta reflexión, reconoce Rancière que convencionalmente se asocia a política
lo político, que explicita con el nombre de “policía”, referido al consenso de
las colectividades, a la organización de poderes, a la distribución de los
lugares y funciones, y a los sistemas de legitimación de esta distribución. Es
aquí donde se precipita una despolitización de la esfera pública.
La lógica
despolitizadora “ha asumido hoy la forma de una sólida alianza entre la
oligarquía estatal y la oligarquía económica” (2005: 93). Es decir dominación
(1996: 38). Aquí “la actividad política –dice Rancière- es siempre un modo de
manifestación que deshace las divisiones sensibles del orden policial mediante
la puesta en acto de un supuesto que por principio es heterogéneo, el de una
parte de los que no tienen parte, y que en última instancia, manifiesta en sí
misma la pura contingencia del orden, la igualdad de cualquier ser
parlante con cualquier otro ser parlante” (1996: 45-46).
Rancière
expone que desde Platón hasta hoy la filosofía ha negado –ocultado- la
política; y que descripciones no filosóficas o antifilosóficas han perpetuado
esa negación (11 Tesis sobre la política, Tesis 10). Tal exposición
interesa porque el autor aporta la distinción de unas lógicas que definidas a lo largo de la
filosofía habrían venido suprimiendo la
igualdad de todos con todos y excluyendo
la política; además, porque ahí radicaría su entendimiento sobre la
despolitización.
Aquellas lógicas son: la arquipolítica[6],
parapolítica[7],
metapolítica[8]. Cada una de estas se identifica con la policía;
y habrían contribuido a justificar y sostener un fundamento natural o trascendente, eterno o permanente del orden de
la dominación. Es decir, la existencia de una relación de dominación implica
que tanto el dominador como el dominado no solo sean capaces de decir y oír las
órdenes sino de entenderlas; es necesario el logos innato a todo ser humano que
los hace iguales, y en esa medida la desigualdad solo existe en la medida en
que son iguales. El autor dice que la política se define como este reto, y la
ausencia de este reto es simplemente un escenario de dominación, de opresión,
de no-política.
La
meta básica de la política antidemocrática siempre y por definición es y fue la
despolitización; es decir, la exigencia incondicional de que las “cosas vuelvan
a la normalidad” y cada individuo se dedique a su tarea. Es esto lo que afirma
Slavoj Zizek (2001: 204 ss.) al convenir
con Rancière sobre aquellas tres lógicas de lo político: con la arquetípica, la
lógica patriarcal o del amo tradicional que basa su autoridad en alguna razón
trascendente o en el derecho divino.
Con la parapolítica, la lógica democrática,
regida por el lugar vacío del poder, que afirma que sólo se puede contener o
armonizar una sociedad sostenida en el lugar vacío del poder regulando la
acción común y sujetándola a instituciones. Con la metapolítica, la lógica
totalitaria (amo totalitario) que identifica el agente con el saber, para
legitimar la violencia totalitaria (fascista) (Ibíd. 208 ss.).
Una
cuarta lógica, que completa Zizek “la versión más astuta y radical de la
renegación (no mencionada por Rancière) es lo que me siento tentado de
denominar ultrapolítica: el intento de despolitizar el conflicto, llevándolo a
un extremo por medio de la militarización directa de la política,
reformulándolo como la guerra entre “nosotros” y “ellos”, nuestro “enemigo”,
sin ninguna base común para el conflicto simbólico; es profundamente
sintomático que en lugar de lucha de clases, la derecha radical hable de guerra
de clases (o de los sexos).” (2001: 206)
Estos
cuatro casos tienen en común el intento de domesticar la dimensión propiamente
traumática de lo político: algo surgió en la antigua Grecia y tomó su nombre
del demos que exigía sus derechos, pero, desde el principio mismo (es decir,
desde la República de Platón) hasta la reciente reactivación de la filosofía política liberal, la filosofía
política intentó suspender el potencial desestabilizador de lo político,
renegarlo, regularlo, o ambas cosas de un modo u otro; desde el principio se
trató de provocar el retorno al cuerpo social prepolítico, fijando las reglas
de la competencia política, etcétera, etcétera.” (2001: 206).
Subjetividad
democrática
Hasta
aquí el planteo de Rancière tiene consecuencias en el tratamiento del sujeto de
la política. Él mismo señala que no parte de una concepción ontológica de lo
social, más bien hace una crítica: “trato de mantener la conceptualización de
la excepción, daño o exceso separado de cualquier tipo de ontología. Hay una
tendencia común de que no se puede pensar en la política, a menos que uno
conecte sus principios con un principio ontológico” (Rancière, 2003: 8).
Es
decir, Rancière como uno de los pensadores que critican la absorción de lo político
por parte de algún sistema-base social, construye una mirada anti-moderna de la
subjetividad, una crítica de la creencia cartesiana de un sujeto
autoconsciente, completamente racional y que accede a la experiencia de los
objetos según su voluntad y percepción, y que olvida su fragmentación e
inestabilidad constitutivas[9].
Su
punto de partida es la instauración de un desacuerdo que tiene que ver con las
partes de una sociedad; como se ha señalado, partes redefinidas de acuerdo con
las condiciones que hacen a una sociedad históricamente determinada, pero vale
precisar que cuando hay una parte en la sociedad que no es reconocida como
parte, y actúa y habla para demandar reconocimiento, entonces, se instaura la
política; ésta siempre viene a romper con la estructura dada. La política no
obedece a ningún modelo predeterminado, sino que asume la futilidad y la
imprevisibilidad propias de un espacio común que experimenta constantes
reconfiguraciones.
Sobre
la ‘diferencia política’ en la que Rancière opone ‘la política’ a ‘la policía’
como reparto de lo sensible, otorga una especificidad propia a lo político como
momento de transformación y subversión de la racionalidad política imperante.
Es en esta oposición que se constituye el campo de los procesos de subjetivación.
Tanto la política como la policía implican nuevas subjetividades que configuran
el espacio comunitario. No se trata de dos subjetividades separadas, sino que
en medio de la lógica policial y la lógica política surge el sujeto y su
subjetividad como desarrollo de las capacidades.
En
este sentido, el sujeto político es necesariamente democrático, porque la
democracia no es una forma de poder entre otras, sino la que precisamente abre
el espacio a la política. Esta debe tratar el daño a la igualdad ocasionado por
la policía, y para esto tiene que reconfigurar el espacio común -donde los
agentes se manifiestan a través de la acción y el discurso-, e instaurando una
nueva distribución de lo sensible que muestra quién puede tomar parte en lo
común y que define el hecho de ser o no visible en un espacio, en una palabra,
en un tiempo común. Quien no tiene parte, quien ha sido excluido de la
igualdad, debe ‘igualarse’ activamente apareciendo en la escena pública, y esto
es lo que Ranciére considera un proceso de subjetivación.
Lo interesante es que
esta igualdad no se define como una demanda de inclusión en el campo ya
constituido, sino como una reconfiguración de ese mismo ámbito. La
subjetivación es una ruptura con la policía, precisamente porque ella “vuelve a
representar el espacio donde se definían las partes” (Rancière, 1996: 45).
No
existe el sujeto antes de que se ponga en cuestión el lugar que le ha sido
asignado en la comunidad en tanto parte: “un proceso de subjetivación es así un
proceso de desidentificación o de desclasificación” (2006:21). Así que toda
transformación en la distribución de las partes de la vida comunitaria trae de
suyo el desprendimiento del lugar natural que ocupan -identidades definidas
fijadas- por medio de un proceso de desidentificación. Para Rancière, el sujeto
no es un actor identificable a priori dentro del todo social, sino que es una
consecuencia del conflicto propio de toda política; la subjetivación se da en
un ‘entremedio’ a partir de los modos de hacer y decir de la policía y a partir
de la subversión de esos mismos modos que supone la política:
Por
subjetivación se entenderá la producción mediante una serie de actos de una
instancia y una capacidad de enunciación que no eran identificables en un campo
de experiencia dado, cuya identificación, por lo tanto, corre pareja con la
nueva representación del campo de la experiencia. Un modo de subjetivación no
crea sujetos ex nihilo. Los crea al
transformar unas identidades definidas de experiencia de un litigio (1996: 52).
Entonces
el sujeto no es una unidad dada de antemano al descuerdo entre las partes de la
comunidad, sino el efecto de un encuentro discordante entre dos lógicas
antagónicas. Es decir, el sujeto no se encuentra plenamente constituido de
manera previa al conflicto político, se hace en la medida en que se involucra
en él: “las partes no preexisten al conflicto que nombran y en el cual se hacen
contar como partes” (1996: 41). Así que una subjetivación es la creación de un
nuevo campo de la experiencia que no se encontraba antes y que transforma las
condiciones preestablecidas del aparecer y el sentir; del encuentro de la
lógica policial con la de la política-igualdad, es que surgen nuevas
subjetividades que reformulan los modos de representación imperantes de una
manera inédita:
Hay
subjetivación, en general, cuando un nombre de sujeto y una forma de
predicación instituyen una comunidad inédita entre unos términos y dibujan, de
este modo, una esfera de experiencia inédita que no puede incluirse en los
repartos existentes sin hacer explotar las reglas de inclusión y los modos de
visibilidad que los ordenan (Rancière, 2011: 159).
Hacia
una política estética
El
proceso de subjetivación que configura un nuevo campo de la experiencia,
redistribuye los lugares y los modos de aparición de los fenómenos, lo cual es
pensado por Rancière como una cadena que articula la práctica política con la
puesta en cuestión y reorganización de una partición sensible:
El
sistema de formas a priori que
determinan lo que se da al sentir, es un corte de los tiempos y de los
espacios, de lo visible y lo invisible, de la palabra y del ruido que definen a
la vez el lugar y la apuesta de la política como forma de experiencia. La
política se apoya sobre aquello que se ve y aquello que se puede decir, sobre
quién tiene la competencia para ver y la cualidad para decir, sobre las
propiedades de los espacios y los posibles del tiempo (Rancière, DS: 2)
La
práctica política reparte y compone espacios sensibles, los nombra y les asigna
visibilidad, que Rancière denomina estética en la política cuya actividad es:
“… la que desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el
destino de un lugar; hace ver lo que no tenía razón para ser visto, hace
escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido” (1996: 45).
Es
por esta razón que, como lo señala el autor, aunque siempre hay formas de
poder, no siempre hay política. Esta última es contingente, sucede sólo en el
momento en que se manifiesta el proceso de la subjetivación y en el preciso
instante en que se pone en marcha una nueva configuración de lo sensible.
En
este sentido, la política es liberadora “es ante todo la configuración de un
espacio específico, la circunscripción de una esfera particular de experiencia,
de objetos planteados como comunes y que responden a una decisión común, de
sujetos considerados capaces de designar a esos objetos y de argumentar sobre
ellos” (Rancière, 2005: 18). La política sólo sobreviene cuando aquellos que no
eran contados en el ámbito compartido, aquellos que no tenían parte, buscan
activamente ser reconocidos y tenidos en cuenta.
La política como hegemonía
La
filosofía de la praxis encarna el
entendimiento de la política. De ahí que la historia de los subalternos dicte
su participación activa y consciente o menos activa y consciente en el análisis
de las situaciones y relaciones de fuerza. En este sentido, la hegemonía
atraviesa la construcción de subjetividad, de crisis y/o de transformación de
una situación histórica. Esta
situación no es más que la expresión de la disputa política que se resuelve o
por la vía de la dominación o por la vía de la hegemonía.
En
la perspectiva gramsciana la opción es la construcción hegemónica, pues la
lucha asimétrica parece, efectivamente, afrontarse moral y culturalmente, es
decir, políticamente. Por lo demás, Implica repensar la guerra de movimientos, la guerra sin más, que es la que ha definido
el orden de la dominación, por tanto, no la han hecho los subalternos, quienes
son los que la han sufrido.
La
lucha de clases deja de ser una cuestión de control de los medios de producción
y se expande hacia el terreno ideológico, hacia la guerra de posiciones. El
análisis gramsciano inaugura el entendimiento de las superestructuras
complejas, alejándose de especulaciones abstractas, porque da cuenta de la
sociedad concreta, de sus sujetos, y de las posibilidades de su transformación.
Así que decir ideología es comprender
que el Estado, que es capitalista, controla también con consentimiento; la
sociedad política se articula con la sociedad civil permitiéndole que satisfaga
ciertas demandas de los grupos y clases subalternas, favoreciendo ‘la
revolución pasiva’.
La
hegemonía está íntimamente unida al ejercicio y/o mantenimiento del poder;
pero, por ello mismo, ella abre la posibilidad de construir una hegemonía
alternativa al sistema dominante existente a través de la construcción de un
posible mayor consenso entre los distintos grupos y clases.
Estructurando
la hegemonía
Más
allá de las contradicciones del capital, con el entendimiento de la hegemonía
se reconoce que más bien son las conciencias subjetivas las que desatan tales
contradicciones, la capacidad del sujeto modifica las estructuras y lidera el
cambio social (Gramsci, 1980).
A
través de espacio de lucha que afecta la cultura y la política, los sujetos son
quienes van constituyéndose, transformándose y transformando. Es una suerte de
potencia que va desplegándose orgánicamente dentro de la sociedad civil, pues
su naturaleza moderna compleja indica su capacidad de minar el dominio presente
y llevar a cabo la alternativa hegemónica. Es que la consecuencia de la
conquista del poder es la consecuencia lógica de haber alcanzado la hegemonía;
cuando es alternativa, ha creado una fuerza capaz de transformar la subordinación
hacia una nueva cosmovisión política-social.
Si
en un pasado el sujeto constructor de una nueva hegemonía acontecía como clase
obrera, para el presente, por la hegemonía misma que es expansiva y potencia
mayor consentimiento entre la población, el acontecimiento es la multitud de
sujetos, cuya diversidad participa de la fuerza articuladora de ese proyecto
consensual alternativo al que detenta el poder.
Un
proyecto hegemónico en permanente construcción es complejo y de ello da cuenta
su crisis, que no es más que “crisis del Estado en su conjunto” y que se
resuelve como posibilidad de hacer efectiva su alternativa o bien su
frustración.
Gramsci presta atención a la pérdida de la capacidad dirigente de
la burguesía y sus consecuencias; sin poder asimilar la sociedad, su capacidad
de articular consenso y legitimidad del orden se descomponen. Se abre una
situación de contraste entre representantes y representados. En esos momentos,
los grupos sociales se apartan de sus organizaciones tradicionales, de esas
organizaciones y sus líderes ya no son reconocidos como expresión propia de su
clase o grupo, comprometiendo decisivamente la capacidad dirigente de esos
grupos. (Gramsci, 1984: T3)
Ya
sea porque la clase dirigente ha fracasado en alguna gran empresa política para
la que ha solicitado o impuesto con la fuerza el consenso de las grandes masas
(como la guerra) o porque vastas masas (especialmente el campesinado y de los
pequeños burgueses intelectuales) han pasado de golpe de la pasividad política
a una cierta actividad y plantean reivindicaciones que en su conjunto no
orgánico constituyen la revolución (ibíd., p.51).
bien sea por la multiplicidad de poderes o por el vacío de poder, la crisis es
marcada por la ruptura de la pasividad de ciertos grupos sociales; pues la
crisis de hegemonía es, igualmente, crisis revolucionaria y no alcanza sólo a lo
burgués, sino también a las clases subalternas, que no consiguen forjar una
voluntad común e imponer su proyecto histórico, aunque vean desarticulada la
hegemonía de las clases dominantes. Obviamente, las posibilidades de articular
un proyecto alternativo y ganar respaldo para el mismo son relativamente
desiguales ya que, a diferencia de las clases subalternas, las más
tradicionales tienen un buen número de intelectuales especializados en formular
proyectos y organizar a sus defensores.
De
la crisis orgánica
En
el origen de la crisis hay una mutación compleja en la relación de fuerzas
entre las clases; las luchas que oponen a las clases entre sí y al calor de las
cuales se plantean los diversos propósitos y se asimilan partidarios, están
marcadas, justamente, por la capacidad dirigente de hacer frente e imprimir a
las mismas un contenido transformador. Esto señala que tanto la lucha subalterna,
como la crisis de hegemonía no quedan definidas automáticamente por lo
económico, digamos en sentido amplio crisis de acumulación, que acontece como
el supuesto de la crisis de Estado. Sólo junto con la crisis económica, la
crisis hegemónica (ideológica-política) deviene crisis orgánica, que afecta el conjunto de las relaciones de la
totalidad social.
En
ese sentido, la dinámica de las superestructuras
complejas evidencia, realmente, la articulación global entre Estado y el
conjunto sociedad, y no sólo entre el Estado y las clases dominantes. La
perspectiva gramsciana recoge la pregunta por las condiciones de posibilidad de
que los subalternos logren alcanzar y concretar sus intereses históricos de
transformación, lo cual podemos contemporanizar bien sea comprendiendo la
acumulación poder contra la dominación a través de una hegemonía de base, como
en el caso de la participación de nuevos movimientos sociales que se hace por
fuera de la representación (partidos); o bien sea una construcción
independiente de la dominación, aunque surja al interior de la sociedad civil,
porque más allá del consenso, es la diferencia, el conflicto el que reconocería
el papel autoinstituyente de la sociedad.
Conclusión
Para
Gramsci solo quien se piense universal puede dirigir un proceso hegemónico.
Pero a diferencia de Gramsci -y de Marx-, para quienes se forma una nueva
comunidad de la articulación y alianza, para Rancière la comunidad siempre
queda dividida, la totalización universal es la finalidad de la policía.
Por
otro lado, si para Rancière el problema a solucionar es entender que siempre
hay una parte que no es parte, que pediría ser parte y al ser reconocida se
verificaría la igualdad; para Gramsci la clase se define en la política en la
superestructura, para Rancière la parte que no es parte no está previamente
definida, se define en el momento de reconocimiento como parte.
Lo
divisado por Rancière, como por la perspectiva gramsciana, exige una tarea
difícil de militancia y conversación, de enseñanzas y aprendizajes entre la
diversidad popular, que no hay porqué reducir al vanguardismo o al iluminismo.
El planteo de Rancière está estrechamente vinculado a sus estudios filosóficos
e históricos sobre la circulación de saberes entre las clases subalternas, que
en lo profundo no son extraños a los esfuerzos de Gramsci por investigar la
intelectualidad orgánica, el sistema escolar y la circulación de impresos en la
realidad italiana. Gramsci y Rancière entienden sus pesquisas desde un sitio y
aspiran a acompañar a un pueblo que está y no está.
No es una realidad dada
porque es una virtualidad a conquistar; pero está en tanto hay historias,
demandas, densidades culturales, que están oprimidas. La evidencia de que ese
pueblo sea pensable a través de una “reforma” cultural y política denota que
Rancière y Gramsci saben que si hay construcción emancipatoria del pueblo, ello
se debe a que sus luchas y tradiciones tienen lugar en una sociedad
desigualitaria.
Bibliografía
Gramsci,
A.
(1977), “Análisis de situaciones,
relaciones de fuerza” En: Escritos políticos, México, cuadernos de pasado y
presente, Siglo XXI
(1984), Cuadernos de la cárcel, México, Ediciones
Era, 1ª edición
Rancière,
J.
(1996) El Desacuerdo política y filosofía, Buenos Aires, Ediciones Nueva
Visión SAIC
11
tesis sobre la política Ver
http://aleph-arts.org/pens/11tesis.htm
(2003), “The thinking of dissensus: politics and
aesthetic”, en: Bowman P. y Stamp, R. Reading
Rancière, Londres y New York, p.
1-17
(2005) La haine de la démocratie, Paris, La Fabrique éditions
(2006),
Política, policía, democracia,
Santiago de Chile, LOM
(2011),
El tiempo de la igualdad, diálogos sobre
política y estética, Barcelona, Herder Editorial
[1] Doctorante en
Estudios Políticos de la Universidad Nacional. caruso68co@yahoo.com
[2] Ver grupo de
investigación Presidencialismo y Participación. Unijus, Universidad Nacional de
Colombia.
[3] El desconocimiento se remedia con un
complemento de saber mientras que el malentendido se resuelve con una
definición que delimite un significado unívoco.
[4] Un desacuerdo
meramente lógico o lingüístico supone un cierto acuerdo sobre los principios o
fundamentos del orden lógico o lingüístico de que se trate, no es el caso aquí.
[5] “El proceso
democrático debe ponerse constantemente en juego con lo universal bajo una
forma polémica” (Rancière, J., 2006, p. 90).
[6] “La arquipolítica se
resume así en el cumplimiento integral de la physis en nomos. Éste
supone la supresión de los elementos del dispositivo polémico de la política,
su reemplazo por las formas de sensibilización de la ley comunitaria” (1996:
93)
[7] Con Aristóteles,
Hobbes y Tocqueville, Rancière señala que el centro de la parapolítica es el
dispositivo institucional de las arkhai
y la relación de dominación que se juega en él, es decir, el poder, la policía.
Señala: “El derecho, cuya determinación filosófica se había producido
para desatar el nudo de lo justo con el litigio, se convierte en el nuevo
nombre, el nombre por excelencia de la distorsión política. […] Al denunciar
los compromisos de la parapolítica aristotélica con la sedición que amenaza el
cuerpo social, y al descomponer al demos
en individuos, la parapolítica del contrato y la soberanía reabre una
separación más radical que la vieja separación política de la parte tomada por
el todo. Dispone la separación del hombre con respecto a sí mismo como fondo
primero y último de la del pueblo consigo mismo” (1996: 105)
[8] “La metapolítica es
el discurso sobre la falsedad de la política que viene a redoblar cada
manifestación política del litigio, para probar su desconocimiento de su propia
verdad al señalar en cada ocasión la distancia entre los nombres y las cosas,
la distancia entre la enunciación de un logos
del pueblo, del hombre o de la ciudadanía y la cuenta que se hace de ellos,
distancia reveladora de una injusticia fundamental, en sí misma idéntica a una
mentira constitutiva. Si la arquipolítica antigua proponía una medicina de la salud
comunitaria, la metapolítica moderna se presenta como una sintomatología que,
en cada diferencia política, por ejemplo la del hombre y el ciudadano, detecta
un signo de no verdad” (1996: 107-8)
[9] Se trata pues de una
concepción contradictoria con las definiciones imperantes de la política de la
actualidad, que piensan al sujeto o bien como centro de intereses conscientes
(rational choice), o bien como lugar privilegiado de la deliberación racional
que no cuestiona lo que se debate ni la calidad de quienes participan
(consensualismo).
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